lunes, 3 de mayo de 2010

Desde la lona / Ricardo del Billar

SÓLO LOS GUAPOS SALIMOS EN LA TELE

El agua con sudor me resbala por los chinos de la melena. Don Carlos me bate la nariz con los cotonetes. Tengo que aguantar que me la viole. Tengo una nariz enorme pero delicada. Prefiero que se me forme una barba roja y que la lona se llene de gotas de sangre, a que don Carlos me cepille el cerebro. Cuando mi vieja me corta las uñas de los pies, y me llega a rozar un nervio, le meto un zape para que tenga más cuidado. Pero aquí, uno no se puede quejar.

El Cacharpo me atasca de vaselina el corte sobre la ceja izquierda. Parece que es un tajo grande porque don Carlos peló los ojos y su frente se le arrugó como acordeón. El Cacharpo ha de pensar que está untando yeso en una pared o que está rellenando una garnacha en el puesto de su vieja. No sé qué es mejor: con vaselina o sin vaselina: sin vaselina el sudor escurre de la frente a la ceja y de allí a la lona; en cambio con vaselina el sudor llega a la ceja, pero agarra la masa de vaselina como tobogán, y de allí se deja caer directo al rabillo del ojo. Arde bien cabrón. Te hace recordar los días de primaría donde la jefa te ponía limón en los pelos necios y a medio día, con el sol sobre tu cabezota, dabas brincos como chapulín en comal nomás del pinche ardor. Ahora imagina ese ardor en el ojo. Tienes que guiñar millones de veces como si tuvieras un tic. El Chango va a pensar que le coqueteo. Bueno, pero pensándolo bien es mejor con vaselina; porque es mucho peor si el sudor llega al corte: arden hasta las tripas y aprietas el culo, como si eso ayudara en algo. Te rascas como perro sarnoso con el guante. Arde más que con los golpes del pinche Chango Ramírez. Hablando de changos, ahorita le voy a dar su plátano macho al cabrón para que sepa quién manda en esta selva.

Don Carlos me hace poner los pies en la lona echándome agua fría en la cabeza. La campana suena. De chingadazo me pongo de pie. Caliento levantando los talones alternadamente. Don Carlos lanza una combinación de golpes al aire delante de mí. Me entendiste, Tarzán. Sí, don Carlos, usted no se deje de preocupar, usted sabe quién es el rey, guiño con el ojo bueno. Miro hacia atrás. El Cacharpo estira la mano con el protector bucal, don Carlos lo toma. El Cacharpo baja del ring, retira el banquillo y limpia la lona con la franela. Miro a don Carlos, me coloca el protector, me toma los brazo y limpia los guantes con la playera que dice: Team Juan “Tarzán” Pérez. Don Carlos se apura a bajarse. El Chango tiene la guardia bien ceñida. Yo hago lo mismo. El réferi, don Panchito, corta una espesa nube de humo con la mano lenta y arrugada al suspiro de: box. El Chango y yo bailamos. Movemos el tronco de un lado a otro como si de pronto fuéramos a bailar duranguense. La gente grita tras el anuncio del tipo del sonido: damaaasss y caballeros, prepárenseeeee para disfrutaaaaar del último asaltooooo de esta gran peleaaaaa que nos han brindadooooo este par de guerreros enuestro evento estelar. Las láminas del auditorio comienza a retumbar al grito de: Chango, Chango, Chango. Los gritos hacen que el sudor de los pies me suba por todo el cuerpo hasta llegar a la cara. Le tiro dos jabs al Chango nomás pa´escamarlo. El Chango esquiva los golpes caminando en diagonal. La gente se alborota y aplaude. Continuamos el dancing. No le corras pinche Chango, sabes que ya valiste madre. Chango, apenas te quedo al puro pedo el apodo: la mandíbula salida, parece que haces puchero; la barda de espinas que te cargas por única ceja, y lleno de pelos como si tu jefa te hubiera tejido una chambrita desde que estabas en la panza. Si te tirara un jab y no trajeras protector, capaz que te cabe todo el puño con semejante hocico. Incluso te pudieron haber puesto chita: por esas pestañas largas que muchas viejas te envidiarían. Pestañas caídas, pero que con una cuchara se arreglan. Me entra un jab del Chango por andar pendejeando. Me deja embarrada en la cara la marca del guante. Me entra un cruzado de derecha que me enchueca la boca. Enseguida lo abrazo por donde debería estar la cintura para que no me siga madreando. La gente abuchea. El guante del Chango fue más letal que el sudor: toda la vaselina salió expulsada como grasa de barro apachurrado con las uñas de los pulgares. Me arde de a madres y aprieto bien duro el culo.

Don Panchito nos separa. Extiende las manos como un mesías y dice: a boxear, muchachos. La gente es un mar hirviendo y los gritos me llegan como una masa de aire caliente. Ahora va la mía, mi Chango. Comienzo a corretearlo. El cabrón huye porque sabe que va ganado en las tarjetas. No le corras, cabrón, ven acá. El Chango visita las cuatro esquinas. El tablazo sobre la lona anuncia los últimos diez segundos. Ya chíngalo, pinche Tarzán, grita don Carlos desde la esquina. Ya estuvo Chango, se acabó, gritan desde la esquina del Chango. Lo acorralo en una esquina. Le entra un jab que le deja la cara arrugada como bulldog. Un gancho de izquierda se le clava en le hígado; con el mismo puño le repito un volado en la quijada. Todo el sudor y el agua de su cabezota salen volando por los aires, y brillan como estrellas entre los focos. Sus rodillas ya no aguantan más, se vencen. El cuerpo del Chango, casi hecho un ovillo, se cubre cara y costados con los brazos. Otro gancho al hígado y el Chango estará noqueado. Me luzco un poco: giro el brazo derecho para distraerlo y asestarle el último golpe. Un giro rápido y finjo que le voy a tirar el golpe con derecha, pero me recargo hacia la izquierda para sacar el gancho desde la cintura. Al tirar el golpe, el Chango se mueve, mi puño sólo roza la grasa que cubre la cintura. Con el último impulso de las rodillas, el Chango saca un gancho en corto que coloca en mi barbilla. Mi cabeza chicotea y los ojos chocan contra la tapa de los sesos y regresan en caída vertiginosa a las órbitas, pero aún siguen girando. Los parpados se cierran como dos cortinas metálicas, pesadas y faltas de grasa en los rieles.

Los gritos de júbilo de la gente me hacen regresar de ese lento parpadeo. Los flashes brillan como estrellas en el cielo. Miro hacia abajo. A mis pies el Chango se convulsiona de un lado para otro: aún se retuerce del dolor por ese gancho. Estoy pensando seriamente en cambiarme el apodo. Qué tal el garfio, el pirata, el pirata Morgan, barba roja, el pata de palo, el similar, el clon, la copia, el doble, doble cara, dos caras, más cara, más barata, la cara, el rostro, el guapo, el galán… Tarzán… Tarzán Pérez. No escucho mi nombre. Volteo a mi derecha y a mi izquierda: la gente grita, aplaude y viene hacia a mí. De pronto la cara seca de don Panchito aparece frente a mí. Me toma de los hombros. Sus ojos bailan sobre mi rostro. Se acerca a mi oído. Su voz lenta y patosa: hijo, Tarzán, necesito los cincuenta pesos que me debes, me hiciste perder hoy. Se retira de mi lado para mirarme fijamente. Pensé que me felicitaría, pero que se puede esperar de la gente: siempre se cuelgan de la liana ajena. Sí, don Panchito, con lo de hoy hasta con intereses le pago. De aquí a las Vegas, al billete en serio, a las viejas de verdad y a la fama de verdad: mis peleas por televisión.

Ayayayayay me ahogo me ahogo. Veo a don Carlos sosteniendo la cubeta roja en lo alto, sobre mi cabeza, escurriendo hasta la última gota. Otra vez en la pinche lona Tarzán, otra vez en la pu-ta lo-na cabrón. Don Carlos ladra mientras sacude la cubeta con ambas manos. Don Carlos quisiera ahogarme con las gotas que escurren o golpearme con pedazos de hielo, pero ya todo se derrite sobre la lona.

1 comentario:

  1. Me late, es fresco... algo largos los párrafos pero me gusta la narrativa...

    Y por fin alguien se animó a agarrar la frase, jejejejeje... ya hasta quejas recibí :P

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