viernes, 12 de marzo de 2010

Veía todo el decorado / Rox

El viento frío casi me regresa al verano improvisado que me otorga el termostato de mi habitación. ¿Para qué chingados salgo de noche si todo el día estuve encerrada? Por amor.
Caminé hasta la estación del tren de cercanías mentándome la madre por no haberme puesto un gorro. Por ser domingo, el tren tardaba más de los inciertos 15 minutos de siempre, mientras mis orejas se congelaban en el andén.

Cuando por fin llegó, el tren estaba atascado. Al parecer todos los madrileños querían ir a ver el decorado navideño de su primer cuadro. El alcalde lo había encendido el día anterior ante las protestas de sus detractores que alegaban el gran costo para la ciudad y alta contaminación eléctrica.

Aunque caminar desde Atocha con las orejas descubiertas podían ocasionarme su pérdida, decidí arriesgarme, al fin que no utilizo lentes ni aretes grandes. Salí por el Paseo del Prado donde las estrellas se ocultaban tras con una malla de luces blancas en forma de churritos cubrían la avenida. Entrecerré los ojos para difuminarlas y confundirlas.

En mi camino hacia Sol, más y más edificios iluminados aparecían. También encontraba mucha gente que caminaba como si no estuviéramos a 3°C. La mayoría iba en grupos y gritaban entre ellos sin importarles que gente chismosa como yo los pudiera escuchar. Los viejitos maldecían y los jóvenes puteaban. Ya sabía que así demostraban los españoles su buen humor y sonreía. El espíritu navideño se sentía en el aire, incluso para una grinch como yo.


Ya no tenía frío, la caminata cuesta arriba me había calentado. En Puerta del Sol encontré un árbol de navidad decorado con dulces de colores que competían con la eterna publicidad del Tío Pepe (sol de Andalucía embotellado). Un río humano corría entre el Corte Inglés y las otras tiendas de regalos con afluentes amenazadores. Todo esto enmarcado con estrellas azules que colgaban entre los edificios, ordenados de tres en tres. Como el caminar por ahí requería de una habilidad chilanga que yo no poseo, decidí salvar mi vida caminando hacia la Plaza Mayor.

Una canción presume que en Madrid hay una puerta que ha visto pasar los siglos y la vida. Pero yo sé que todo ocurrió en la Plaza Mayor. Al menos, todo ocurrió para mí. Aunque lo gélido del piso adoquinado pasaba por mi pantalón decidí sentarme en el piso, justo al centro de la plaza y a un lado de una tienda improvisada que resguarda el tianguis de navidad.

Si hay algo de verdad en aquel dicho que reza “de Madrid al Cielo”, entonces el puerto de salida tiene que ser la Plaza Mayor. Y es que ya sea de día o de noche, el cielo siempre intenta escaparse de esas cuatro paredes rojas que lo intentan contener.

Paredes españolas que han presenciado juicios, ahorcados, vendimias, manifestaciones, corridas de toros, partidos de futbol y exhibiciones de pura sangre. Pero sobre todo me han visto a mí. Me vieron cuando lloré por mi abuelo y decidí que ese era mi lugar. Donde estuve sola o muy acompañada. Tomando el sol y leyendo. Borracha y cantando.

Aquella noche, las paredes de ese cuadro tenían algunas luces blancas, pero su iluminación era muy conservadora. La Plaza Mayor no resplandecía porque no lo necesitaba; es uno de esos pocos lugares del mundo que tienen alma y que brilla sin la necesidad de luz artificial.

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